Crónicas de Yauhquemehcan

Terror al salteador de caminos

David Chamorro Zarco

Cronista Municipal

Cuando el campesino se levanta, antes de que raye el alba, previo a que los rayos del sol iluminen el horizonte, lo primero que hace, de manera religiosa, es mirar el cielo, escudriñar los signos de la naturaleza que sus antepasados le enseñaron a leer, inquirir en diferentes elementos cuál va a ser el comportamiento de los elementos. Se le teme a las heladas y a las granizadas, especialmente cuando la siembra está ya crecida y a punto de madurar los frutos, pero también se teme por la presencia de tormentas incontrolables y a vientos desaforados que casi arrancan a las plantas desde la propia raíz; se le teme a la sequía prolongada, pero también a que las lluvias se presenten de manera torrencial; se le teme a la presencia de plagas y enfermedades que causen daños irreversibles a las plantas… el campesino vive en constante estado de alerta, de temor, de rogación y de agradecimiento.

​No obstante que el campesino es un hombre de gran fe y profundas convicciones religiosas, la divinidad no siempre le es propicia. Corría el año de 1785 y los más avezados «tiemperos» comenzaron a vaticinar que las cosas no venían muy bien. Fueron pasando las semanas y no se veían los signos tradicionales que anunciaran el pronto inicio de la temporada de lluvias. Sin embargo, no había otra opción que iniciar a sembrar en seco, procurando depositar las semillas lo más profundamente posible para evitar que las aves hicieran un festín y esperando que pronto cayera el agua del cielo para que la semilla germinara.

​Así lo hicieron todos los labradores del altiplano central de la Nueva España, haciendo ritos para pedir permiso a la tierra para abrir sus entrañas y depositar la semilla que, desde hacía siglos, desde antes de la memoria del más viejo de los abuelos, había representado «nuestro sustento». Desde luego, no faltaron las misas y rosarios para pedir a Dios que se apiadara de los seres humanos y que hiciera derramar sobre los sembrados el agua necesaria que caería como una verdadera bendición.

​Pero no sucedió así. Marzo pasó sin traer una gota de agua, abril apenas pintó ligeramente con algunas nubes dispersas en el horizonte y unas cuantas gotas cayendo de manera intermitente, pero no en la cantidad que se requería en los terrenos sembrados. Los ejercicios religiosos de Semana Santa se utilizaron para pedir con todo fervor la llegada de las lluvias. En la primera semana de mayo hubo lluvia, causando la alegría generalizada, pero unos días después el cielo volvió a pintarse de un azul tan intenso que era perfectamente transparente y límpido, pero ni una nube perdida en todo el horizonte.

​El resto del mes de mayo de 1785, acompañando a los tradicionales rosarios en honor de la Virgen María, sonaban insistentes en todos los campanarios del centro de la Nueva España los contantes llamados a la rogativa, en un intenso por suplicar la misericordia de Dios para que enviara las lluvias a sus hijos, pues de lo contrario todo se perdería y el siguiente año se viviría entre hambre y necesidad. El día 31 de mayo, casi a media noche, todo el altiplano central se vio inundado por una tormenta que se acompañó con música de truenos y se iluminó con luz de relámpagos y centellas. En el momento en que el cielo se desgranaba en cántaros de lluvia, otro grito rayó al ambiente. Un niño había nacido y, como todos los seres humanos, había manifestado su presencia en el mundo con un llanto desgarrador.

​Una semana después, la anécdota de la lluvia torrencial era sólo un recuerdo, pues las nubes se negaban a aparecer otra vez. El niño que había nacido en medio de la tormenta fue llevado a recibir las aguas bautismales y recibió el nombre de Venancio, pero de las otras aguas, de las del cielo, poco se volvió a saber en las siguientes semanas.

​La gente comenzó a caer en pánico. En julio y agosto las lluvias de cargaron llegando a anegar los campos de labor y hacia finales del propio medio agosto, una helada muy fuerte terminó con lo poco de vida que había en los campos de labor. Por eso 1785 fue conocido como «el año del hambre», aunque los años siguientes tampoco fueron muy generosos. La gente comenzó a sentir la escasez de granos y de harinas. No se trataba sólo de alimentar a los seres humanos, sino también a los animales. Muchos murieron, entre ellos, la madre de Venancio y hubo muchos otros que terminaron en la mendicidad, contando al padre y a los hermanos de Venancio.

​¿Cómo sobrevivió este niño?, ¿quién lo alimentó?, ¿quién le procuró el mínimo indispensable? Nadie lo sabía. El caso fue que vivió para contarlo. Desde muy chico, a los ocho o diez años, ya era un pequeño delincuente. A partir de 1797, cuando apenas contaba con doce años de edad, se unió a unos bandoleros y asaltantes y de esta manera se aseguró, si no la riqueza, al menos el no morir de hambre como muchos de sus contemporáneos. Naturalmente, a Venancio no le interesaba nada en torno de la política o de la religión o de las fiestas de los pueblos. La mayor parte del tiempo, en compañía de los otros ladrones, sobrevivían en lo alto de los cerros, en el interior de los bosques y sólo merodeaban en los alrededores de los Caminos Reales. Se movían con regularidad por todo el territorio del centro de la Nueva España, reteniendo como referencia los volcanes, con lo que evitaban la amenaza de que los miembros la guardia de Su Majestad los hiciera presos, pues su destino sería la horca, sin miramientos.

​Cuando comenzó a escucharse acerca de lo que estaba pasando en España con la invasión francesa y la deposición del Rey, las diversas bandas de ladrones o salteadores de caminos, se frotaron las manos, pues era evidente que los gobernantes se iban a mostrar más preocupados por el rumbo que tomaba la cuestión política que por dedicarse con toda su fuerza a perseguir y ejecutar a los delincuentes que asoladas diversas regiones de la parte aledaña de los volcanes centrales en la Nueva España.

​Así sucedió, pues cuando se generalizó el levantamiento armado hacia octubre de 1810, los bandoleros compañeros de Venancio Hernández se unieron a las crecientes huestes de los insurgentes, sin importarles el fondo de la lucha, sólo tratando de estar en el momento de los pillajes. La desorganización interna de las huestes de los que buscaban la emancipación de los españoles era un magnífico caldo de cultivo para todo tipo de asesinos, ladrones y truhanes, pues, con la misma facilidad que entraban a servir en alguna célula, salían, una vez que se daban cuenta de que no les convenía por los botines poco atractivos y nunca se ponían en verdadero peligro al frente de las luchas. Entraban en las casas y en las ciudades cuando habían sido ya derrotadas y eran despiadados para asesinar a la menor provocación arrasando con todo lo todo lo que encontraran de cualquier valor.

​Fueron cerca de quince años de robo, asesinados, secuestros y asaltos. No había fuerza de orden que pudiera erradicar estos males que se habían generado al amparo de un movimiento legítimo de exigencia de la libertad y la independencia. Incluso luego de terminar la guerra en 1821, no se pudo combatir de manera eficaz a este tipo de delincuentes y muchas veces eran los propios pobladores quienes, cansados de los asedios, las amenazas y los abusos, se organizaban y lograban dar muerte a alguno o atraparlo vivo para luego golpearlo, quemarlo o colgarlo de cualquier árbol, sin dar parte a las autoridades ni someterlo a ningún tipo de juicio.

​Venancio Hernández había estado a punto de morir en muchas ocasiones. Quiso el destino que pudiera escapar de las manos de los justicieros y de las de sus propios compañeros. Él mismo se vio en ocasión o necesidad de eliminar a varios de los malhechores que habían sido sus cómplices, pero, a pesar de su buena suerte, nunca fue capaz de entender que sólo era cuestión de tiempo para que llegara su final. Hacia 1825 se retiró un tiempo al interior del bosque de la Malinche, en el territorio de Tlaxcala, pues conocía bien la región y los intrincados caminos que ofrecía la montaña y le permitían salir huyendo con facilidad y rapidez en cualquier dirección. Solo conservó a un par de compañeros y procuraban aparecer en poblado únicamente cuando estrictamente necesario. En otros tiempos Venancio había determinado algunos escondites, cuevas, sobre todo, en lo que había escondido parte del botín que había conseguido a lo largo de su vida. Además, el bosque les permitía abundante cacería y no necesitaban mayor techo que refugiarse en alguna de las muchas cuevas que ofrecía la montaña, sobre todo considerando que eran gente que no necesitaba de la compañía que implica vivir en una comunidad.

​Lo malo fue que un día Venancio no se percató de que el más joven de sus compañeros lo seguía hasta uno de los escondites donde tenía a resguardo su tesoro. El otro bandolero le dio un duro golpe en la cabeza utilizando una piedra, dejando a Venancio fulminando y creyéndolo muerto, simplemente tomó las joyas y el dinero y nunca más se volvió a saber de él. Por suerte, el otro compañero de Venancio lo encontró como a las tres horas de haber sido atacado. Lo brindó los primeros auxilios y le procuró las mejores condiciones a que tuvieron acceso para su recuperación.

​Pasaron varios meses para que Venancio Hernández pudiera tener pleno dominio de su cuerpo nuevamente. Como hombre de mucha experiencia se dijo que lo mejor era volver a comenzar desde lo sencillo, desde lo elemental. Por ridículo que pudiera parecer para un salteador tan experimentado, la primera vez que regresó al oficio fue para robarse sólo una gallina en una casa a las afueras de un pueblo llamado Tepatlaxco, muy cerca de Santa Ana Chiautempan. Mientras desplumaba al ave, Venancio explicó a su compañero que había actuado de esa manera, pues necesitaba comprobar que sus fuerzas, sus reflejos y su audacia estaban regresando adecuadamente, pues no valía la pena lanzarse a cometer un asalto a sabiendas de su cuerpo no tenía las actitudes que poseía antes.

​Cuando Venancio consideró que ya estaba completamente recuperado, bajó con su compañero de la montaña al centro mismo del territorio de Tlaxcala. En el pueblo de Santa María Atlihuetzian, en un paraje llamado «La Cuchilla» en la zona llamada Ocotoxco, se apostaron durante varias horas detrás de algunos árboles a mirar el paso lento de algunos viajeros que utilizaban el Camino Real. A lo lejos se miró venir a un jinete, un hombre maduro acompañado de un muchacho. La experiencia de Venancio le alertó de inmediato en el porte y los detalles de la vestimenta del viajero. Le dijo a su compañero que se preparara para la acción. Poco a poco fueron bajando con lentitud hasta estar listos y montados en las inmediaciones del Camino Real sin ser vistos y en un instante salieron de la floresta exigiendo que se detuvieran los viajeros, llevando un sable en una mano y en la otra una pistola. El mozo que iba con la persona de más edad, presa del pánico, no pudo controlar su emoción y huyó despavorido. El compañero de Venancio emprendió la carrera tras él, pero unos instantes después fue detenido por el largo y agudo sonido de un silbido que le indicaba que regresara de inmediato.

​Ya debidamente reforzado, Venancio arrastró el jinete mayor al interior de la arboleda para que no fueran vistos por ningún caminante; le ataron de pies y manos y le amordazaron para evitar que pidiera ayuda. El botín resultó muy alentador: doscientos ochenta y dos pesos. Los ladrones montaron y se llevaron la cabalgadura del pobre hombre asaltado para dejarlo en las inmediaciones del pueblo de Contla.

​Este buen golpe animó mucho a los salteadores a ir por otros objetivos. De esta manera comenzaron a recorrer toda la zona, desde la sierra de Zacatlán y Tlaxco, hasta las cercanías de San Martín Texmelucan, llenando de temor a los pobladores de la zona, dejando muy mal parados a los pocos elementos de las fuerzas del orden que existían en los diferentes pueblos, y haciendo que las autoridades recibieran todo tipo de reclamos por no hacer su trabajo y salir con valentía a enfrentar y abatir a los salteadores de caminos.

​A Venancio se le fueron uniendo poco a poco algunos otros bandidos, atraídos por su fama, su eficiencia y la efectividad de sus golpes. En la región de San Martín Texmelucan, ya siendo una partida de media docena de maleantes, tuvieron la osadía en un par de ocasiones de atreverse a atacar la diligencia que procedía de Puebla e iba rumbo a la Ciudad de México. La primera vez, aunque lograron matar a dos escoltas y dispersaron a los otros cuatro, tuvieron que renunciar al botín, pues al abrir el carruaje se dieron cuenta de que transportaba una imagen de la Virgen María, vestida con sus finos mantos bordados en hilo de oro, pero con todo y que se trataba de malhechores consumados, su sentido primario de religiosidad les impidió apoderarse de algo sacro, aunado a la dificultad que representaba comercializar esas joyas y poderlas convertir en dinero útil. El buen gesto fue conocido y agradecido por los vecinos de la localidad que habían mandado el labrado y confección de la pieza para hacerla objeto de culto y devoción.

​En una ocasión posterior el botín sí fue sumamente atractivo, pues lograron el robo de unos cinco mil pesos, pero tuvieron que ganarlo a sangre y fuego. Los ladrones de la banda de Venancio perdieron a dos miembros que allí mismo cayeron abatidos y tuvieron que demostrar valentía y gran audacia. Al final, con la muerte de tres soldados y la dispersión del resto de la escolta del carruaje, pudieron acceder al dinero, pero bien sabían que, si volvían a intentar un golpe semejante, tendrían que enfrentar a una escolta mucho más numerosa y nada les garantizaba que la operación saliera exitosamente.

​Por eso decidieron moverse a la zona de Tlaxco. Allí también se reforzaron con otros dos elementos. Había buena cantidad de dinero que se movía en las inmediaciones de ese pueblo y solo era cuestión de planificar y ejecutar adecuadamente un golpe. Se enteraron de que, de la hacienda de Santa María Xalostoc, habría cierto movimiento de valores, así que prepararon todo para propinar un buen golpe a una de las haciendas más grandes y poderosas del territorio de Tlaxcala. Los salteadores estaban ansiosos por asentar el golpe, pues se adivinaba que se movería una gran cantidad de dinero, y habitualmente los hacendados, para procurar no llamar mucho la atención, utilizaban escoltas muy discretas.

​Por fin les dieron el aviso y los malhechores se apostaron en una curva del Camino Real, debidamente pertrechados tras los árboles. Primero vieron pasar a tres jinetes, pero de ninguna manera se veía que trajeran nada de valor o de gran volumen en las alforjas o en las grupas de los animales, así que los dejaron pasar. Al poco rato vieron pasar a otros dos jinetes con las mismas características y les dejaron pasar, pues era evidente que no se trataba de los que llevaban el botín que tanto deseaban. Por fin se avistó a un grupo de seis jinetes que venían en formación. A leguas se notaba que eran ellos los del objetivo, pues los de vanguardia y retaguardia miraban a cada instante para todos lados, como tratando de descubrir algo en las inmediaciones del camino.

​Venancio dio la orden de que sus hombres se prepararan para el ataque. La idea era dejar pasar al grupo y atacarlos por la espalda a toda velocidad. Debían ser muy eficaces en los disparos, No se trataba de tomar prisioneros, sino de ejecutar a algunos, para obligar a los otros a fin de que, presas del terror, huyeran dejando a su merced el botín. Así se hizo. A los primeros disparos, los dos jinetes de la retaguardia cayeron malheridos por tierra, entretanto los otros trataban de reaccionar, volviendo sus cabalgaduras para enfrentar de frente a los asaltantes. Los cuatro jinetes restantes hicieron unos cuantos disparos en contra de los asaltantes, pero a una orden de su jefe, se pusieron a resguardo entre los árboles más cercanos. Venancio no pudo detener ya el ataque y se lanzaron a tratar de alcanzar a los que se parapetaban. En esta acción, los malhechores perdieron dos de sus hombres y los que se mantenían en lucha, tratando de resguardarse lo mejor posible, buscando un buen ángulo para realizar sobre seguro los tiros que les quedaban. En esta acción no se dieron cuenta de que los cinco jinetes que previamente habían pasado por en camino regresaban a galope tendido para apoyar a los de la escolta y en un santiamén los salteadores se vieron superados en número por los defensores de la hacienda.

​En esta acometida, Venancio miró caer a otros dos de sus compañeros. Estaba perdido. Debía encontrar la salida para salir huyendo lo más pronto que pudiera, pues de eso dependía su vida. Con todas sus fuerzas atacó, en conjunto con el único compañero que le quedaba, a golpe de sable a quienes le obstruían la salida, y luego de unos instantes de fiera lucha, los dos salteadores sobrevivientes lograron escapar a toda velocidad en sus caballos. No lograron salir de ahí ilesos. Venancio llevaba una herida de sable en el brazo izquierdo que le sangrada profundamente y su compañero había sido igualmente una herida que le atravesaba toda la cara y que por poco le costaba un ojo. Avanzaron entre bosque y campos de labor, tratando de poner distancia entre ellos y sus perseguidores. Divisaron un pequeño riachuelo y Venancio ordenó hacer alto. Tenían que descansar, orientarse, tratar de curarse las heridas, procurar agua para ellos y para los animales.

​Los ladrones, uno a otro, se procuraron los primeros auxilios en sus respectivas heridas. Se tomaron un rato para descansar, pero a poco escucharon en la lejanía insistentes ladridos de perros. «Nos persiguen con sabuesos, compañero. Será difícil engañar a esos animales. Debemos irnos». Al caer la noche los hombres estaban exhaustos por el esfuerzo y por la perdida de sangre. Buscaron el que les pareció ser el mejor lugar para protegerse, en las alturas de una pequeña colina y se turnaron para descansar. En la madrugada, Venancio divisó una pequeña luz de una antorcha y nuevamente el ladrido de un perro. Puso toda su atención y confirmó sus sospechas. Despertó a su compañero «¡Estos malditos no nos dejarán hasta atraparnos! Seguramente hay varias partidas de hombres tratando de dar con nosotros. No podremos llegar al refugio de la montaña. ¡Vámonos!» Al amanecer, Venancio pudo orientarse bien con la vista de La Malinche. «Estamos como a una legua del pueblo de San Dionisio. Si logramos llegar a Santa María Atlihuetzian, estaremos salvados, pues, aunque sea a rastras llegaremos a la montaña y a nuestro refugio. ¡Ánimo, compañero! No será este nuestro último día». Al poco tiempo encontraron otro riachuelo. «Aquí se llama Actipan. Tomemos refresco». Desmontaron y dejaron que los caballos bebieran agua. En ese momento, por detrás de la maleza, dos perros formidables se lanzaron hacia los hombres. El compañero de Venancio pudo reaccionar más rápido y dándose cuenta del peligro, sacó el puñal que llevaba al cinto y lo hundió en el corazón del mastín, dejándolo moribundo en el lecho del riachuelo, al tiempo que huía despavorido.

​Venancio Hernández no tuvo la misma suerte de reacción. El perro se le prendió con la mandíbula en el brazo que ya traía herido, causándole más daño y un inmenso dolor. El perro arrastró varios metros a su víctima, mientras Venancio procuraba desembarazarse de él. En un esfuerzo supremo, logró ponerse de pie, teniendo al perro colgado de su brazo. En ese momento, sonaron tres disparos y el hombre cayó pesadamente sobre el animal. Venancio Hernández, el veterano y temido salteador de caminos, había llegado a su fin.

​A los pocos minutos llegó a todo galope un alguacil. Dijo que, para evitar cualquier tipo de problemas y malos entendidos, lo propio era dar aviso a las autoridades del Ayuntamiento de San Dionisio Yauhquemehcan para que hicieran las diligencias de reconocimiento del cadáver y quedaran a la custodia, mientras se desahogan todos los trámites.

​Así que los funcionarios del Juzgado de San Dionisio Yauhquemehcan, Alexo Chamorrotzin y José Inés de Velasco, se presentaron a hacer la diligencia del reconocimiento del cadáver y enlistaron las pertenencias del difunto: un caballo tordillo, armas de pelo viejas, un sarape, un par de espuelas, un sombrero negro y una mascada corriente. Todo ello, incluyendo el cuerpo, fue transportado a la propia sede del juzgado de San Dionisio.

​Cuando se supo bien a bien la identidad y los hechos y milagros de Venancio Hernández, la curiosidad se desató en el pueblo. Más de un vecino curioso quiso pasar a ver cómo era ese asaltante que por décadas había hecho de las suyas. Para evitar más morbo, el Alcalde pidió que se diera sepultura al cadáver, pero no en tierra santa, sino en terreno agreste, considerando que se trataba de un criminal sin escrúpulos, de los más bajos instintos y capaz de haber cometido las acciones más inconfesables para un cristiano. El cura de San Dionisio dijo que, a pesar de todo ello, se trataba de un ser humano y que merecía la consideración de ser tratado con dignidad. Por ello notificó a la autoridad que se sepultaría el cadáver en el panteón de la localidad. En consecuencia, para pagar los gastos correspondientes al sepelio, el Juez puso a venta del mejor postor los bienes que fueron pertenencias del difunto, de suerte que cuando los reclamaron las autoridades de Tlaxco como evidencia, ya no se les pudo entregar.

​Hoy, en el archivo histórico de Yauhquemehcan, constan los documentos que dan fe de las diligencias de reconocimiento del cuerpo, del resguardo de las pertenencias de su venta y de la acción de cristiana sepultura de este salteador de caminos que acaeció el 27 de febrero de 1830.

¡Caminemos juntos!

25 de Marzo de 2025